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Farandula

A 15 años de la muerte de Sandro: la última batalla de un ídolo inmortal

Desde el quirófano hasta el adiós multitudinario, los últimos días de Roberto Sánchez estuvieron marcados por la resistencia

Sábado 04 de Enero del 2025

En los pasillos del Instituto del Diagnóstico, en Buenos Aires, se libraba una batalla silenciosa, una de esas que redefinen la línea entre la vida y la muerte. Allí, Roberto Sánchez, conocido por millones como Sandro, pronunciaba una frase que no solo resumía su situación, sino también su espíritu: “Si me dieras el 1% de chances de vida, me trasplanto igual. Soy un muerto en vida”. Estas palabras, dirigidas al cirujano Claudio Burgos, reflejaban la desesperación y valentía del ícono de la música latinoamericana.

 
De hecho, la presencia de Burgos habría sido sugerida por el médico personal del cantante, Juan Mazzei, y por el cardiólogo que lo atendía en Buenos Aires, Sergio Perrone.
 
La vida del intérprete había estado marcada por el éxito y las luces, pero también por una adicción al tabaco que se remontaba a su infancia. “Desde los 10 años fumaba sin parar, y ese fue su gran enemigo”, comentó en su momento uno de sus médicos personales. En 1998, la noticia de que padecía un enfisema pulmonar crónico sacudió al público que lo adoraba. A pesar de la enfermedad, Sandro no dejó de cantar, incluso llevando un tanque de oxígeno al escenario en sus últimos shows, como el emblemático El Hombre de la Rosa en 2001.
 
Con el tiempo, el deterioro fue imparable. En 2009, tras múltiples internaciones, los médicos decidieron que la única opción para salvar su vida era un trasplante doble de corazón y pulmones. La espera fue larga y angustiante, marcada por complicaciones respiratorias que lo mantenían confinado al hospital.
 
La historia dio un giro cuando el caso llegó a manos del cirujano Burgos. Al principio, el médico desconocía la identidad del paciente. “Me enviaron la historia clínica con las iniciales R.S. para que no me viera influido”, relató Burgos. “Era enorme, como la guía de Nueva York. Estuve dos meses estudiándola y finalmente les dije: ‘Es un caso de alto riesgo, pero no hay contraindicaciones absolutas. Se puede trasplantar, siempre que el paciente acepte los riesgos’”.
 
Cuando Burgos descubrió que el hombre detrás de esas iniciales era Sandro, quedó sorprendido. El primer encuentro entre médico y paciente fue decisivo. “Le expliqué que no era un trasplante fácil, que tenía un 70% de posibilidades de morir y solo un 30% de vivir”, recordó. Pero la respuesta de paciente fue tan impactante como reveladora: “Qué bueno”. El médico pensó que había entendido mal. Pero Sandro, con esa claridad que lo caracterizaba, añadió: “Yo ya estoy muerto en vida. Si tengo una mínima chance, quiero intentarlo”.
 
 
El 20 de noviembre de 2009, en el Hospital de Guaymallén, Sandro se sometió a la operación que había esperado durante meses. La cirugía fue un éxito técnico, pero su cuerpo, debilitado por años de enfermedad, debía enfrentar un postoperatorio crítico. Durante las primeras semanas, la evolución fue favorable, e incluso los médicos comenzaron a hablar de una esperanza de vida prolongada.
 
Sin embargo, un enemigo invisible ya estaba presente: la bacteria Acinetobacter baumannii, conocida como la “bacteria de la Guerra de Irak”. Este microorganismo, resistente a los antibióticos, había colonizado su cuerpo antes del trasplante, y la inmunosupresión necesaria para evitar el rechazo de los órganos nuevos le permitió avanzar.
 
“Al principio todo iba bien, pero luego surgieron complicaciones”, explicó Perrone. “La bacteria empezó a causar problemas graves. Tuvimos que intervenir varias veces, pero era una situación muy complicada”.
 
A mediados de diciembre de 2009, Sandro enfrentó un nuevo obstáculo: una perforación en uno de sus pulmones. La bacteria había dañado gravemente los tejidos, obligando a los médicos a realizar cirugías de urgencia y a entubarlo para mantenerlo con vida. Sandro se resistió inicialmente a una traqueotomía, temiendo por sus cuerdas vocales, pero finalmente accedió cuando no quedó otra alternativa
 
En vísperas de Navidad, hubo un destello de esperanza. Sandro mostró signos de mejoría, se estabilizó y pudo compartir una cena con Olga. Pero la batalla contra la bacteria continuaba, y el 4 de enero de 2010, un shock séptico terminó con su vida.
 
“Sandro sobrevivió 45 días después del trasplante. Y fueron 45 días de muchísimo movimiento en el hospital e inmediaciones. Todos los días había 14 o 15 vehículos con antenas de los canales estacionados afuera, que transmitían permanentemente. No faltaba ningún medio, rememoró Burgos.
 
En medio de un procedimiento médico de altísima complejidad, el hospital se convirtió en una suerte de fortaleza mediática. “Además de los medios, estaban las fanáticas y fanáticos en la puerta, haciendo vigilia día y noche”, añadió Burgos, quien vivió en carne propia la tensión de equilibrar una operación delicada con la necesidad de proteger la privacidad de un hombre que, hasta en sus momentos más vulnerables, seguía siendo un ídolo.
 
La familia de Sandro fue tajante: no querían que el estado de salud del cantante se convirtiera en espectáculo. “Nos vimos en una doble encrucijada”, explicó Burgos en una entrevista al diario Los Andes, “debíamos garantizar la privacidad mientras atendíamos las necesidades críticas del paciente”.
 
Pero mantener la discreción resultó casi imposible. Desde el día en que ingresó al quirófano, la noticia del trasplante movilizó a miles de personas. Las inmediaciones se llenaron de fanáticos, muchos de ellos mujeres mayores que habían seguido al artista durante décadas. Algunas llevaban carteles de apoyo, otras rezaban en silencio. Incluso hubo quienes se proclamaron “brujas” y aseguraron que protegían a su ídolo con hechizos y oraciones.
 
A pesar de los esfuerzos del personal médico, los detalles sobre la evolución de Sandro se filtraban continuamente. “La presión era constante, pero el equipo se mantuvo enfocado en lo principal: salvar su vida”, agregó Burgos.
 
La muerte de Sandro dejó al mundo en estado de duelo. Las calles de Buenos Aires se llenaron de miles de fanáticos que acudieron al Congreso de la Nación para despedir a su ídolo. En el Salón de los Pasos Perdidos, más de 50,000 personas le rindieron homenaje, llevando rosas rojas y carteles con mensajes de amor.
 
Su cuerpo fue trasladado al cementerio privado Gloriam, acompañado por un cortejo fúnebre de casi 100,000 personas. Fue un adiós monumental, digno de un artista cuya música y carisma conquistaron a generaciones enteras.
 
La lucha de Sandro contra la enfermedad no fue solo un enfrentamiento con las probabilidades, sino una lección sobre la resiliencia y la determinación. Aunque su cuerpo finalmente no resistió, su espíritu se mantuvo intacto hasta el último momento.
 
“Siempre decía que podía perder la vida, pero que nunca perdería la pasión por vivirla”, recordó Perrone. Y esa pasión es lo que define el legado de Sandro: un hombre que vivió intensamente, luchó valientemente y dejó una huella imborrable en el corazón de su público.
 
Roberto Sánchez Ocampo, conocido artísticamente como Sandro, nació el 19 de agosto de 1945 en Buenos Aires, Argentina. Desde su infancia, la música lo atrapó. Inspirado por las interpretaciones de Elvis Presley, comenzó a imitarlo a los 13 años, soñando con conquistar los escenarios. Con esfuerzo y sacrificio, compró una guitarra a crédito, aprendió a tocarla y, junto a su amigo Enrique Irigoitía, inició su carrera musical participando en concursos de canto y serenatas.
 
Sandro mismo reconocería años después que la música lo salvó de un destino sombrío: “De no haber sido por mi pasión por el arte, habría terminado en pandillas”
 
Con movimientos escénicos electrizantes y una voz seductora, Sandro se convirtió en el Elvis argentino. Las jóvenes de la época se desmayaban durante sus actuaciones, y cada 19 de agosto, sus fanáticas montaban guardias frente al paredón que resguardaba su mansión en Banfield para celebrar su cumpleaños. Él las saludaba, e incluso, en ocasiones, las invitaba a pasar.
 
Durante las décadas de los 60 y 70, lanzó álbumes icónicos como “La magia de Sandro”, “Sandro de América”, y “Una muchacha y una guitarra”, consolidándose como el rey de la balada romántica en América Latina.
 
Su popularidad trascendió la música. Actuó en 12 películas y en 1970 se convirtió en el primer artista latinoamericano en presentarse en el Madison Square Garden de Nueva York. Su éxito global lo consolidó como una figura irrepetible.
 
En los años 80 y 90, mientras continuaba su actividad artística, la salud y los desafíos personales comenzaron a cobrar factura. En 1992, la muerte de su madre lo sumió en una profunda depresión que casi lo aleja de la música. Sin embargo, regresó, asegurando que “la música me salvó una vez más”.
 
Sandro ya no está, pero su voz sigue viva, resonando en cada acorde de sus canciones. Su última batalla, aunque marcada por la tragedia, es un recordatorio de que, en la vida, el verdadero heroísmo radica en no rendirse jamás.
 
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