Internacionales
Luis Marchioni tuvo una hija, volcó con el auto, estuvo en lugares peligrosos y se tiró de un cuarto piso para escapar, pero recién dejó de consumir cuando murió su mamá. La historia de reconversión del fundador y director de la Fundación EIRA.
Sábado 30 de Noviembre de 2024
13:00 | Sábado 30 de Noviembre de 2024 | La Rioja, Argentina | Fenix Multiplataforma
(PorTatiana Schapiro)
“La gran mayoría de nosotros, los adictos, volvemos a recaer cuando nos olvidamos de dónde venimos”, dice Luis Marchioni. Tal vez por eso en su relato -crudo, descarnado, visceral- no faltan detalles. Con lujo de detalles recuerda hasta dónde llegó en ese descenso sin freno al infierno que lo llevó la cocaína. Cada hecho, cada desborde, cada locura.
Quizás en la memoria esté una de las claves de su renacer y de quién es desde hace seis años y nueve meses, el tiempo que ya cumplió “limpio, en recuperación”.
“Mantenerme limpio es un esfuerzo de todos los días -admite, en este encuentro con Infobae-. Siempre digo, y a veces suena chocante: las drogas me siguen gustando como el día uno, pero hago todo lo que tengo que hacer para no volver a consumirlas”.
—¿No es que dejás de desear las drogas, sino que se activan los frenos necesarios para no recaer?
—No te olvidás de lo ricas que son las drogas; perdés el deseo de consumirlas. Y tampoco me olvido de los fondos adonde me llevaron las drogas. El miedo y el respeto te mantienen vivo. Siempre seré un adicto en recuperación: el día que me olvide de eso, volveré al fondo. Hoy me ves así, pero si mañana recaigo no me vas a reconocer: “Este no es el Luis que conocí yo”, vas a decir.
Pero para que hoy toda esa contención sea posible, Luis debió partir desde su historia de superación. Y hacer su propio recorrido para, recién entonces, brindar su ayuda a quienes se encuentran en el fondo.
—¿Cómo arrancó? ¿Cuándo fue la primera vez?
—Un día, un sábado a las 17, un amigo de toda la vida, que nos conocemos desde que teníamos cinco años, me dice: “¿Luis, querés tomarte un tiro? ¿Querés tomar la de Maradona? Tenemos cocaína”. “Bueno, a ver”, dije. Tomé. Ahí arranqué.
—¿Qué edad tenías?
—16, 17 años. Estaba en el secundario.
—¿Cómo era tu familia en esa época?
—La familia tradicional. Padre y madre laburantes. Dos hermanos con los que no tengo relación, pero en ese momento sí. Yo ya había arrancado a consumir alcohol. Y después llegaron las drogas.
—¿Una adicción te va llevando a la otra?
—Según cómo te manejás. Tengo amigos que consumen alcohol y nunca la probaron. Pero una vez que la probás, sí. Es dos más dos, cuatro: te tomás dos copas de champán y al rato ya estás buscando la cocaína.
—¿Existe el consumo social?
—Hay gente que consume alcohol, drogas, y la vida le funciona. Sí, existe. Pero cuidado, porque yo también estuve con esa durante muchos años: “No pasa nada, yo la manejo. Es solamente el fin de semana”. Por momentos lo hacía un fin de semana, pero después, cuando arrancaba, era imparable.
—Cuando probaste, ¿en tu casa se dieron cuenta?
—Sí. A ver, yo ya hacía mucho ruido solamente con el alcohol, sin haber probado las drogas. Era un desastre total.
—¿Te habían ido a buscar a la comisaría?
—Sí, siempre. Peleaba, me hacía el caudillo. Y mi vieja, mi querida Amanda, en vez de ponerme el límite, me iba a buscar a la comisaría y se peleaba con los policías. Me metían preso a las tres, y a las cuatro y media estaba de vuelta afuera, sintiéndome Superman. Eso nunca me ayudó. Nada.
—Faltaban límites.
—Totalmente. Adicto sin límite. Adicto con casa y comida. Adicto para toda la vida. Pero prohibir no es un límite. Sí acompañar, escuchar, preguntar qué nos pasa cuando somos adolescentes.
—¿Empezaste a consumir directamente cocaína?
—Cocaína.
—¿No hubo marihuana antes?
—La probé una vez y no era para mí.
—¿Y empezaste a consumir periódicamente?
—Después, ya era todos los sábados. Nos juntábamos y cada uno ponía cinco pesos.
—¿Cómo conseguías esa plata?
—Trabajaba con mi viejo en la panadería. Me pagaba cinco pesos por semana: era todo para eso. Hoy, lamentablemente la droga se consigue a la vuelta de cada esquina, pero con el tiempo a mí se me fue complicando. En ese momento teníamos que viajar a una ciudad vecina porque en Carlos Casares no había droga. Cada uno ponía cinco pesos, el gramo valía 20, y comprábamos dos gramos entre cinco o seis chicos. Y cuando se terminaba, se terminaba. Ahora, lamentablemente, ahora el adicto que tiene recursos no puede parar porque la droga está las 24 horas, los 365 días del año.
—¿Tan fácil?
—Sí. Casares es una ciudad chiquita, 25 mil habitantes. Antes no había ninguno, y ahora hay 50 que venden drogas. Después mis viejos se van a La Pampa y me quedo solo con mis tíos. Mi tío Ricardo era bolichero y me puso a laburar con él. Hasta ese momento por ahí no era tan notable (para los demás que consumía drogas) porque lo manejaba: como no había cocaína todo el tiempo, arrancaba a consumir el sábado, y el domingo al mediodía cortaba.
—¿La noche complica o es un mito?
—En su momento, era lo mismo si me juntaba con el Papa Francisco porque yo era un desastre: no tenía control. Pero la noche sí te lleva a algunas cosas que en el día no están.
—¿Cuántos boliches manejabas?
—Llegué a manejar toda la noche de Casares. Gané plata, pero nunca tuve nada por las drogas y también porque me gustaba el juego. A las 5 o 6 arrancaba a tomar cocaína, a las 7 cerraba el boliche, y después arrancábamos para Santa Rosa o Puerto Madero: casino, partidas clandestinas. Era todo descontrol. Y por ahí volvía a Casares un miércoles, sin haberle pagado a proveedores. El quilombo era cada vez mayor.
—¿Vos ya entendías que tenías un problema?
—Sí, pero siempre la dibujaba, la tapaba. Uno va solucionando, hasta que un día se te corta. Me había fundido, había perdido todos los boliches, pero después volví a abrir otros y me fue bien. Y de vuelta la misma historia, ¿viste? Y lo que viene después, más allá del consumo, es la depresión: tirarse abajo, no tener voluntad para nada más allá. El post consumo es muy duro. Cuando empezás a perder todo, no perdés solamente un negocio: perdés amistades, perdés familia.
—¿Todavía no había ningún intento de sanar?
—En Carlos Casares no. Los intentos arrancaron en Buenos Aires: en julio del 2007 me viene para acá porque estaba en la lona, sin nada, y un familiar me dio la posibilidad de trabajar en la gerencia de un casino de Puerto Madero.
—Pero vos también tenías un tema con el juego...
—Sí. Pero cuando vine, mi vida se empezó a ordenar porque esa persona que me ofreció trabajo fue hasta como mi padre: me aconsejaba, me marcaba los límites. Y su familia me cuidaba mucho.
—¿Hiciste algún tratamiento?
—Sí, con psiquiatra y psicólogo. Después Julieta, con quien nos pusimos de novios a los 15 años y nos habíamos venido desde Casares, queda embarazada. Y en 2009 nace Manuela, mi hija. Ahí dije: “Tenemos que hacer algo con esto”. Porque yo no consumía toda la semana, pero cada vez que arrancaba desaparecía dos o tres días. Cumplía con el trabajo, pero cuando estaba de franco hacía un desastre.
—¿Julieta estaba en la misma que vos?
—No. Ella, recontra sana. Pero acostumbrada a vivir con una persona a la que había que ir a buscar. Esto se había naturalizado, era parte de lo que vivía. Hasta que después, se fue complicando todo.
—¿Qué quiere decir eso?
—Y... después de haber pasado por cinco psiquiátricos entre 2010 y 2011, de haberme internado en una comunidad terapéutica, agoté todo. Rompí todo en el camino.
—¿Qué te pasó con la paternidad?
—Fue algo hermoso. Pero no pude disfrutarlo como hoy la disfruto a Manuela: estar limpio y en recuperación es otra manera de ser padre. Porque durante tanto tiempo sentí tanto vacío... No me sentía parte de nada. Íbamos a algún lado a compartir algo en familia y me sentía incómodo. Ese vacío que sienten los adictos es muy difícil de llenar. Y por eso, a veces recurrimos a las drogas.
—¿La droga tapa eso?
—Sí. Tapa, anestesia. Te olvidás de todo. Empezás a vivir una vida complicada, pero te convencés de que eso es lo que está bien porque es lo único que te saca de la depresión, que te hace sentir importante. Después, cuando terminás de consumir, ves para atrás y tenés más problemas que hace dos días. La enfermedad de la adicción es progresiva y mortal. Yo estoy vivo de milagro.
—¿Esa primera internación, la decidiste vos?
—Fue voluntaria. Es decir, te internás o te quedás sin nada: sin familia, sin trabajo. Cuando hacía una macana, era una macana grande, un desastre. Entonces no me quedaba otra que ir con la cola entre las piernas: “Perdón, no va a volver a pasar. ¿Qué tengo que hacer?”.
—¿Qué cosas pasaron? ¿A qué te referís con macanas?
—Me acuerdo de salir un viernes, y el sábado a la noche volcar con el auto porque me agaché a consumir cocaína y el auto se cruzó. Iba en la ruta a 160, pegué seis vuelcos. Podría haber matado a una familia inocente. Dejé el auto ahí tirado y seguí consumiendo. Volví a mi casa el domingo a la tarde noche, con mi hija de dos o tres años. Llegué y me acosté a dormir. Al otro día Julieta, en vez de pegarme un garrotazo o no dejarme entrar, me llevó un Migral y una Coca sin azúcar a la cama.
—¿Te hicieron bien las internaciones?
—No. Los psiquiátricos me hicieron más daño que el daño que me hacía la cocaína. Lo peor que le puede pasar a un adicto es ir a un psiquiátrico. Cuando te meten, decís: “Consumo esto, esto y esto”, y te dan 10, 15 pastillas. Me pasó de estar 30 días en un psiquiátrico y salir sin poder caminar: se me caía la baba. Tenía 30 años y parecía un viejito con un papel, secándome la baba. Estuve cuatro meses tratando de que se me pase toda esa dureza de las drogas legales.
—¿Siempre te dan medicación?
—Sí, trabajan así. Un adicto puede necesitar un poco de medicación los primeros 15 o 20 días, pero no por consumir drogas, debe tomar otras drogas. Para que un adicto entienda su enfermedad, se haga cargo y realmente quiera hacer algo con ella, la recuperación debe ir por otro lado. No podés anularlo de la cabeza.
—Dijiste que no terminaste muerto por casualidad. ¿Por qué? ¿Qué pasó?
—Desde que te tomás la primera dosis siempre estás en riesgo. Yo volqué y choqué autos, estuve en lugares peligrosos, metiéndome donde no debía meterme, en antros de la noche que vos decís: “¿Qué hago acá?”. Y también me han pasado cosas muy duras, como tirarme desde un cuarto piso.
—¿Delinquiste, robaste?
—No, nunca. Sí pedí plata y no la devolví porque me la gasté en el consumo. Hasta que en febrero del 2015, estando limpio, mi mujer me pide la separación.
—¿Estaba agotada?
—Agotada. Quizás se quería separar desde antes y, ya al verme bien, cumpliendo como padre, trabajando, todo, me pide la separación. No la acepté, me enojé. Se fue del departamento donde vivíamos y tardé seis horas en volver a consumir. Llevaba un año y dos meses limpio.
—¿Con el tiempo entendiste que no fue que volviste a consumir porque ella te pidió la separación?
—No, no. Volví a consumir porque las bases de mi recuperación no eran sólidas.
—¿Cómo es que te terminás tirando de un balcón?
—Cuando me separo, consumo un día y pico. Termino arruinado, tirado en una cama del departamento. Mi ex suegra vivía enfrente, en una torre, y ve todo mi descontrol. A las 8, ¡pum, pum, pum! Entra la Policía, el Same, profesionales de la prepaga: habían armado un operativo para internarme. “No se hagan problema”, les digo. Armé el bolsito y fui. Me llevaron a una clínica. A las cuatro horas me dan el alta: yo ya estaba bien, se me había pasado toda esa locura de la noche anterior. Pero ahí sí me tendrían que haber internado involuntariamente: yo no estaba para ningún alta. Llamo a un amigo y me voy a vivir a Nordelta. Y ahí arranca un descontrol que nunca en mi vida imaginé que iba a llegar.
—¿Qué pasó?
—Cuando Luis estaba despierto, Luis consumía cocaína. Y cuando no consumía era porque estaba dormido. Fueron cuatro o cinco meses sin parar un día. Tomaba alcohol y Clonazepam para bajar la locura. Y si no había cocaína en la mesita de luz, no me levantaba.
—¿Te llevaban la droga a tu casa?
—Sí. Un tipo que vivía ahí, en el barrio. Hasta que no me quedó más dinero de nada. En ese momento tenía 90 mil dólares que había ahorrado, con el trabajo y porque había cobrado el seguro cuando había volcado un auto. Y me lo gasté todo.
—¿En cuatro o cinco meses se esfumaron 90 mil dólares?
—No quedó nada... Era un enfermo que no podía parar de consumir.
—¿Cómo llegás a la situación del balcón?
—Yo le había dado la llave del departamento a la persona de ese barrio que me daba las drogas, para que, cuando yo no estuviera, me dejara 20 o 30 gramos. Y después me venía a cobrar, una vez por semana o cada 15 días. Mientras daba la plata, todo bien. Y un día, un domingo que yo estaba encerrado, consumiendo desde el jueves, aparecieron. Le debía 650 mil pesos y no los tenía; me quedaban 15 mil.
—650 mil pesos en 2015, no eran 650 mil pesos de hoy.
—Sí. No sé cuánto serían hoy. Y bueno, se meten dos tipos a mi casa, que yo conocía, que habían consumido conmigo. Venían a cobrarme y la plata no estaba. Yo estaba paranoico, asustado. Estos tipos sacan cocaína, tomamos juntos. “La plata tiene que aparecer. Sino, ya sabés lo que tenés que hacer”, me dicen. Me dieron a entender que aparecía la plata o me tenía que tirar. Y la plata no estaba. Tuve que elegir entre mi vida y la de mi hija: ellos sabían dónde vivía ella. En un momento el vidrio se rompe y saco una pierna. Era un ventanal, sin balcón; cuarto piso. Unos vecinos me ven desde abajo: “¡Luis, no te tires!”. Yo no me quería matar. Me meto. Consumo. Y en un momento me resbalo y me caigo. Pego contra un balcón y caigo de espaldas, arriba de un colchón que me había puesto un albañil. Y me quiebro la pelvis.
—¿Sabías que estas personas eran capaces de hacer eso?
—Nunca lo imaginé. Nunca les había fallado, hasta ese día.
—Y hoy, a la distancia, ¿sentís que realmente te estaban amenazando con hacerle algo a tu hija o era parte de la paranoia propia del consumo?
—No sé. Pero creo que tomé la decisión correcta porque si me mataba, no había nada que hacerle a mi hija. Y al salvarme, esa gente nunca más apareció. Cuando llego al hospital de San Fernando viene una psiquiatra: “¿Qué pasó ahí? Vos no te querías tirar”, me dice. Porque apareció un video mío, alguien había grabado todo eso. Quisieron que yo dijera lo que había pasado, pero yo no dije ni “a”. Estuve quebrado 43 días abandonado, en el hospital de San Fernando.
—¿Y cuando te dan el alta, qué pasó?
—En esos días sentí un abandono, una soledad total... Llamaban a mi mamá por teléfono; no atendía. Llamaban a mis tíos; no atendían. Llamaban a Julieta: “¡No quiero saber nada con ese hdp!”. Y todos tenían razón. Sabiendo que yo estaba quebrado en una cama, no vino mi papá, ni mi mamá, ni nadie de mi familia. En el día 43 empecé a moverme. Ya no me dolía nada, creía que podía caminar. El médico me pidió que todavía no lo hiciera, que podía ser peor. Dije: “Mañana me voy”. Una mujer me trajo una SUBE. Me tomé el tren y paré en Retiro. De ahí me fui a la oficina de unos conocidos. Les pedí plata, me dieron. Y así, rengueando, me metí en la villa de Retiro a comprar cocaína.
—¿Tu mamá también se había agotado?
—Más que agotada, estaba asustada. No la voy a juzgar. Salgo de la villa y me subo al colectivo: voy consumiendo hasta Carlos Casares. Cuando golpeó la puerta, mi mamá me abre, me abraza y se larga a llorar conmigo. Llegué a mediados de 2015 y mi mamá se muere el 4 de febrero del 2018. Fueron tres años muy tristes para los dos. Sufrimos. Cada vez que podía, yo me escapaba a consumir.
—¿La caída del balcón no fue un momento límite?
—No. El fondo más grande fue el día en que se me murió mi mamá. Y también la salvación más grande. Siempre digo que el amor de madre mata al adicto, y tristemente mi mamá, con todo el amor que me tenía, no podía ponerme un límite para nada. Solo mi mamá bancaba la locura de Luis al 100%. Y se me muere. En su velorio ya tenía arreglado que el transa me lleve (droga), y ya tenía pensado qué mueble se llevaría de mi casa el tranza. Me dejó tres gramos y se llevó la heladera. Volvió. Me dejó dos gramos y se llevó la mesa. Las camas, los colchones, los acolchados, el aire acondicionado, el televisor. No me dejaron nada. Ni los cubiertos.
—¿Con la muerte de tu mamá también vinieron días de consumo y consumo?
—Desde el 4 de febrero hasta el 11, no paré un día. Hasta que la casa se vació. Ese día tenía dos caminos: la puerta del patio, que ya tenía pensado dónde me iba a colgar, o pedir ayuda. A las 6 de la mañana del 12 de febrero me pego un baño y me corto los pelos. Era un abandono total. Y salí al CPA (Centro Provincial de Atención) de Carlos Casares. Golpeé la puerta y me recibió el doctor Eduardo de la Serna. Me internaron 15 días en un centro de salud mental y después me derivaron a otra comunidad terapéutica de La Plata, donde estuve cuatro meses. Y desde aquel momento estoy limpio.
—¿Qué sentís que ese día te hizo dirigirte al CPA y no al fondo?
—Creo en un poder superior. Y en mi caso es mi vieja, Amanda. Capaz que ella resignó su vida para salvarme a mí. Hay cosas que no se pueden explicar. En vez de colgarme, de suicidarme, me fui para la calle a pedir ayuda. Y no tengas duda: todo tiene que ver con mi mamá.
—Cuando empezás a estar mejor, había que ir recomponiendo ciertos vínculos.
—Fueron muy difíciles. Y eso fue lo que me hizo más fuerte. Le escribía a un tío y me bloqueaba. Le mandaba a otro tío, me miraba y nada. Estuve cuatro meses sin recibir un llamado. Intenté llegar a mi hija por intermedio de amigos, pero había un muro. Pero esto es lo que tiene la recuperación: si vos sostenés estar limpio, si demostrás que realmente cambiaste, todo llega.
—En algún momento los límites tenían que aparecer.
—Tal cual. Mi decisión, la buena voluntad, los límites, y hacer algo por eso. En ese centro empecé a trabajar, después me anoté para estudiar. Fui así, pasito a pasito, sin recursos, sin plata, sin nada. Hasta que después de un año y pico limpio, tengo la suerte de haber salido en un medio grande y empezó a contactarme gente para ayudar. Un día un padre me dice: “Quiero que vos hagas una fundación, que pongas una comunidad terapéutica”. Y le digo: “Yo no quiero hacer una comunidad terapéutica como las que hay. Quiero hacer algo para que a los adictos nos traten bien, nos respeten, que entiendan que pedimos ayuda”. No tenemos porqué seguir recibiendo garrotazos. Que nos digan “mata madre”, “arruinador de familia”. Eso fue de la enfermedad. Yo me hago cargo de que tengo una enfermedad, dejame entrar en recuperación.
—Una enfermedad vinculada a la salud mental, afecta a la voluntad: no es uno quien decide. ¿En el punto en el que vos estabas, no podías evitar drogarte? ¿Se siente así?
—Tal cual, se siente así. La voluntad está completamente quebrada. Muchas veces deseaba estar encerrado, consumiendo, perseguido, asustado. Y decía: “Ojalá me vengan a buscar y me saquen de acá”. ¿Sabés lo que es estar con un plato con cocaína y consumir contra tu voluntad? No querés consumir, pero consumís. Y yo rezaba para que me viniera a buscar, me agarraran de los pelos y me internaran. Nadie lo hizo.
—Hoy, ¿cómo estás?
—Feliz. Agradecido. Con un vacío que ya no es tan vacío. Hoy mi vida es dar lo que Luis no tuvo. Y ayudar de verdad al adicto que todavía sufre.
—Luis, quiero que le digas algo a los que están del otro lado, que todavía están en esa. Que no pueden, que no saben, que están presos de esa situación. ¿Qué les decís?
—Que se animen. Que ser cagon es no levantar la mano y pedir ayuda. Y ser hombre, ser macho, es levantar la mano y decir: “Yo no pude”. Y alguien te va a ayudar. Es por ahí. Levantá la mano. Pedí ayuda. Si me llaman a mí, yo los voy a ayudar.
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