De España a Brasil, líderes optan por agitar el caos en lugar de preservar el orden, con tal de sostener el poder en un contexto crítico.
10:37 | Sábado 20 de Septiembre de 2025 | La Rioja, Argentina | Fenix Multiplataforma
El orden ha sido históricamente una de las mayores obsesiones de los líderes políticos consolidados: cómo preservarlo y cuidarlo. Porque, para un gobernante, no hay pesadilla peor que el caos. El caos engendra siempre la amenaza de un cambio que pueda arrebatarles el poder.
Por eso es tan impactante lo que está pasando hoy a nivel mundial, donde hay muchos líderes que parecen promover el desorden como una estrategia deliberada. Y no se trata de figuras políticas que estén buscando hacer cambios revolucionarios. Todo lo contrario: se trata simplemente de aferrarse al poder a cualquier costo.
El ejemplo paradigmático es el de Pedro Sánchez, que a esta altura ya podría escribir un manual de cómo sobrevivir sembrando el caos y destruyendo deliberadamente pilares del país que preside. La última maniobra, la más osada hasta ahora, se produjo durante la Vuelta a España, uno de los eventos más importantes del ciclismo mundial. En lugar de cuidar esa competencia y presentarla como una vitrina del país, eligió sabotearla.
Líderes y la búsqueda deliberada del caos
El instrumento fueron grupos violentos afines al oficialismo que, a lo largo de todo el país, protagonizaron incidentes para forzar la interrupción de la competencia en sus distintas etapas. El blanco fue uno de los equipos participantes: Israel-Premier Tech. No se trata de una selección nacional, sino de un equipo privado, cuyos integrantes ni siquiera eran todos israelíes.
Aun así, se lo identificó como símbolo del Estado de Israel, que para la extrema izquierda global —que demuestra una influencia notable en el debate político, a pesar de su escaso peso electoral— es la encarnación de todos los males. Siempre lo fue, aunque la dimensión de la tragedia en Gaza sensibilizó al mundo y le permitió encontrar mayor receptividad a su campaña.
Lo más grave es que esta vez los ataques fueron organizados desde La Moncloa. El propio Sánchez, horas antes de que se corriera en Madrid la etapa final, participó de un acto del PSOE en el que elogió expresamente a los manifestantes, habló de patriotas y enarboló banderas palestinas. No estaba hablando de personas que protestaban pacíficamente, sino de hooligans que estaban tratando de romper por la fuerza la carrera. La seguridad, a cargo del Estado, fue reducida al mínimo. Y las órdenes fueron claras: no intervenir. Así, lo que debería haber sido un cierre deportivo de jerarquía internacional terminó en un bochorno.
Para que no quedaran dudas de su posición, volvió a celebrar a los violentos un día después de que lo sucedido estuviera en la tapa de los diarios del mundo. Eso es lo que dejó a muchos analistas boquiabiertos: ¿cómo puede un presidente del gobierno dañar adrede la imagen internacional de su país, además de poner en peligro la seguridad de atletas de nivel internacional?
Pero ahí está el secreto de esta estrategia. Cuanto más grande la repercusión, cuanto más intensa la agitación, más categórico es el éxito del plan, que tiene dos objetivos centrales: el primero es que se hable de cualquier cosa menos de los escándalos de corrupción que asedian a Sánchez, porque involucran directamente a su esposa, a su hermano y a sus colaboradores más cercanos en el partido que dirige desde hace ocho años. El segundo, presentarlo como el abanderado más valiente de una causa que muchos jóvenes españoles consideran justa, algo que siempre es importante para la izquierda.
Para entender por qué el presidente del gobierno está dispuesto a tanto, hay que tener en cuenta lo obscenas que son las revelaciones que lo comprometen. Por dar un ejemplo, esta semana se supo que su hermano David habría vivido varios meses en el Palacio de La Moncloa mientras declaraba residencia fiscal en Portugal. Es decir, vivía como huésped del presidente, a cargo del Estado, al tiempo que —se sospecha— engañaba al fisco sobre su domicilio para pagar menos impuestos. Es una de las causas que enfrenta. La otra es por tráfico de influencias, por haber cobrado durante años un sueldo de la Diputación de Badajoz sin contraprestación aparente.
Hacia una España desfigurada
Esa lógica también explica los pactos con el independentismo catalán que le permitieron mantenerse en el poder a pesar de haber salido segundo en las últimas elecciones generales. Un acuerdo con fuerzas que abiertamente quieren disolver España. Sánchez ya les entregó una amnistía a los responsables del intento de secesión de 2017, y ahora va por más.
Esta semana se aprobó una iniciativa por la cual todas las empresas españolas con más de 250 empleados o una facturación mayor a 50 millones de euros deberán atender a sus clientes en cualquiera de los idiomas cooficiales que tiene el país. Es decir, una compañía deberá responder en euskera, catalán o gallego si un cliente se lo exige, sin importar en qué parte del país se encuentre.
La medida, presentada como un reconocimiento de derechos lingüísticos, implica en realidad una carga disparatada para el sector privado. Significa formar equipos políglotas, asumir costos adicionales y someterse a una burocracia creciente. Todo, en un país que tiene una lengua común comprendida por todos, que es el español. El objetivo no es mejorar el servicio, hacer más productivas a las compañías ni enriquecer al país y a la sociedad. Lo que importa es satisfacer a minorías identitarias cuya meta no es la convivencia, sino la imposición de un reconocimiento por parte de los otros.
El Reino Unido, entre la censura y los honores a Trump
A nadie debe sorprender, cuando se ven estas cosas, que Europa sea cada vez más irrelevante en términos económicos y comerciales. Lo que ocurre en España no es una excepción. En el Reino Unido, se puede apreciar en la compulsión a censurar —incluso con penas de prisión— cualquier cosa que sea tachada como discurso de odio, al tiempo que criminales peligrosos gozan de una empatía suicida por parte de policías, jueces y políticos.
Cada tanto, hay reacciones a esa tendencia. El último fin de semana se realizó en Londres una marcha por la libertad de expresión que reunió a más de 100.000 personas. La encabezó Tommy Robinson, un influencer tildado de extrema derecha por gran parte de los medios, a pesar de que nunca se ha proclamado nazi ni nada parecido. Su principal pecado: cuestionar la inmigración masiva y la islamización creciente de ciertas zonas del país.
La marcha tuvo un simbolismo fuerte, sobre todo porque no se produjo en abstracto: días antes, se celebraba abiertamente el asesinato de Charlie Kirk, un activista estadounidense que había sido blanco de ataques por sostener ideas similares. La idea de que ciertos discursos deben ser eliminados incluso con violencia gana terreno, y eso también es parte del deterioro democrático en Occidente.
Es el clima en el que Donald Trump fue recibido con honores de Estado por segunda vez en el Reino Unido, algo sin precedentes para un presidente estadounidense. La tradición británica indica que la monarquía solo invita una vez a cada mandatario. A Trump ya lo había invitado Isabel II durante su primer mandato. Ahora lo hizo su hijo, Carlos III. Pero con un despliegue aún mayor al de su madre.
Incluyó una triple guardia de honor, con 1.300 soldados, 120 caballos, desfiles aéreos con cazas F-35 pintando los colores británicos y estadounidenses en el cielo, y un banquete oficial en el salón St. George del castillo de Windsor, que no se utilizaba desde hacía más de una década. La mesa principal tenía 47 metros de largo y el menú fue una exhibición de simbolismo diplomático: codornices, pollo de Norfolk, ciruelas de Kent, vino de Oporto de 1945 y champán de 1912. Trump, que no consume alcohol, reconoció de todos modos que era uno de los mayores honores de su vida.
Nadie lo duda: fue una declaración de principios por parte de la corona. En esta coyuntura internacional tan crítica para Europa, Carlos III considera que el Reino Unido debe plegarse al liderazgo de Trump, que en muchos sentidos va en un sentido opuesto al de los últimos gobiernos británicos.
Israel frente al aislamiento: ofensiva en Gaza y presión internacional
Mientras continúa la guerra iniciada tras el ataque de Hamás el 7 de octubre de 2023, el gobierno de Benjamin Netanyahu enfrenta una ofensiva política sin precedentes en el plano internacional. Lo que antes era impensable —la posibilidad de sanciones europeas contra Israel— hoy ya se discute abiertamente. La Unión Europea analiza suspender beneficios comerciales, eliminar aranceles y revisar el acuerdo de asociación con Israel. Todo, como castigo por la ofensiva militar en curso.
Esta semana comenzó la más cuestionada de todas las operaciones desde el inicio del conflicto: la entrada del ejército israelí en la ciudad de Gaza. Un área densamente poblada, con más de 900.000 habitantes, de los cuales ya la mitad fueron evacuados. El objetivo declarado es eliminar las células de Hamás que se encuentran allí. Sin embargo, se multiplican las críticas dentro de Israel, especialmente de parte de las familias de los 48 rehenes que continúan secuestrados después de 715 días, que temen por la vida de sus seres queridos.
Netanyahu respondió reconociendo el aislamiento creciente y planteando que Israel debe convertirse en una "super Esparta". La comparación con la antigua ciudad-estado griega generó mucho malestar. Esparta era una sociedad militarizada, entrenada desde la infancia para resistir. Israel es una potencia militar, y eso es lo que le permitió sobrevivir todo este tiempo a pesar de los ataques incesantes de sus vecinos. Pero también es una democracia, una economía avanzada, una sociedad plural. La idea de convertirse en una sociedad que viva para la guerra resulta inaceptable para la mayoría de los israelíes.
Los pasos de Maduro ante el desafío de Trump
En paralelo, Trump redobla su estrategia de confrontación en América Latina, con el régimen de Nicolás Maduro como blanco principal. Esta semana se confirmó un segundo ataque estadounidense contra una narcolancha venezolana, con tres tripulantes a bordo y una carga indeterminada de droga. La embarcación fue destruida por un misil, igual que la que había sido hundida días antes con 11 criminales a bordo. Poco después, Trump confirmó que habían atacado una tercera narcolancha, de la que no se difundieron imágenes ni detalles.
Después, el Comando Sur publicó un video con ejercicios anfibios de los Marines, acompañados por el sonido de un reloj marcando el tiempo: tic tac. Un mensaje inequívoco de una cuenta regresiva que no deja dormir a Maduro. El propio dictador reconoció que los canales de comunicación con Estados Unidos están rotos. Ya no hay interlocutores. Ya no hay negociaciones. Los intentos de ofrecer concesiones fueron rechazados. Hoy, dentro del régimen, crece la hipótesis de que una invasión es realmente posible.
Diosdado Cabello, ministro del Interior y jefe de la estructura criminal del régimen, se olvidó de su tono burlón. Pero habló de una guerra de cien años si Estados Unidos invade. Una amenaza que busca mostrarse desafiante, pero que también delata preocupación. Porque hasta ahora el régimen no da señales de ceder, pero sí de temer. Y Trump, que ha llevado la escalada tan lejos, difícilmente pueda retroceder sin pagar un costo político enorme.
El Congreso brasileño se mueve por Bolsonaro
El último elemento de este mosaico llega desde Brasil. Allí, el Congreso empieza a maniobrar para mitigar las consecuencias del fallo que condenó a Jair Bolsonaro a 27 años y tres meses de prisión por intento de golpe de Estado. Con 311 votos a favor y 162 en contra, la Cámara de Diputados aprobó un pedido de urgencia para tratar un proyecto de amnistía. La iniciativa incluye a todos los condenados por los ataques del 8 de enero de 2023 contra los tres poderes del Estado, y podría alcanzar también a los condenados en el juicio político contra Bolsonaro.
No hay consenso aún sobre el alcance final de esa amnistía. Algunos sectores bolsonaristas quieren que sea total. Otros, más moderados, proponen limitarla a quienes cometieron delitos menores, reducir penas o permitir prisión domiciliaria para el expresidente, cuya salud sigue deteriorada. Esta semana se le detectó un cáncer de piel, aunque fue tratado a tiempo.
El clima político en Brasil sigue polarizado, pero crece la idea de que es necesario un gesto de distensión. El propio presidente de la Cámara, Hugo Motta, habló de “pacificación”. No para borrar el pasado, sino para permitir una convivencia mínima. Una fórmula brasileña, pragmática, que podría transformar una derrota del intento de Trump por disuadir al Poder Judicial de condenar a su aliado, en una retirada controlada. Para la política brasileña, se trata también de evitar que el Poder Judicial sea la única herramienta para resolver disputas.